
Reseña: Un mundo feliz

En la República del Gran Oriente Asiático está prohibido el rock, esa música decadente. Los jóvenes crecen en un estado totalitario y controlador que promueve la competitividad. Como medida de control de rebeliones, la administración pone en marcha el Programa: cada año, 50 clases de distintos institutos son elegidas para luchar a muerte en la BATTLE ROYALE. Los alumnos elegidos son aislados en una isla. Las normas del juego son estrictas: no pueden escapar, no pueden contactar con el exterior, y solo puede quedar uno. Todo está permitido para sobrevivir. Empieza el juego. Empieza BATTLE ROYALE.
Supuestamente es un mecanismo para mantener a raya los posibles deseos conspiratorios de la población hacia el gobierno, así como para hacer una demostración de poderío; pero, realmente, no es más que una actividad marginal, con es escasa (por no decir nula) cobertura mediática, que lo que hace es destrozar hogares y arrancar miles de vidas.
Una situación que, aunque descabellada, no desencaja con la imagen que se nos proporciona de la Gran República: un lugar con un profundo odio hacia el imperialismo americano, que ha prohibido el rock para evitar que se transmitan ideas peligrosas, y que ejerce una férrea censura sobre música, literatura y prensa, además de sobre internet.
Shuya Nanahara se va, junto con sus 41 compañeros de clase, de viaje de estudios en autobús. Sin embargo, por la noche, se percata de que no puede respirar bien en el autobús, que hay una extraña sustancia en el aire. Cuando se despierta está sentado en un aula, en la que parece su aula. Pero no lo es. La clase de Shuya ha sido escogida por el gobierno para participar en El Proyecto. Aislados, atemorizados, los 42 alumnos asisten a una charla sobre lo que les espera antes de descubrir el cadáver del profesor que los acompañaba, para comprender lo que el juego implica. Las normas son claras: deben matarse entre ellos, no se recomiendan las alianzas, si permanecen en una zona prohibida el collar que llevan en el cuello explotará, y si nadie muere en un periodo de 24 horas, todos los collares explotarán y los 42 participantes morirán.
Desde luego, me causa una inmensa tristeza pensar en los miles y decenas de miles de jóvenes que perderán sus vidas a la tierna edad de quince años. Pero si sus vidas servirán para proteger la independencia de nuestro pueblo, ¿no tenemos derecho a exigir que su carne y su sangre se derrame y se mezcle con nuestra hermosa tierra, que heredamos de nuestros dioses, para que vivan por toda la eternidad?
Yo llevo un finde ajetreadillo, porque entre preparar la maleta y estresarme por la cantidad de cosas que aun no he hecho, apenas me queda tiempo para nada más… Pero aquí os traigo esta reseña de un clásico de la literatura inglesa: El señor de las moscas. ¡Espero que os guste!
Fábula moral acerca de la condición humana, El Señor de las Moscas es además un prodigioso relato literario susceptible de lecturas diversas y aun opuestas. Si para unos la parábola que William Golding estructura en torno a la situación límite de una treintena de muchachos solos en una isla desierta representa una ilustración de las tesis que sitúan la agresividad criminal entre los instintos básicos del hombre, para otros constituye una requisitoria moral contra una educación represiva que no hace sino preparar futuras explosiones de barbarie cuando los controles se relajan.
«El Principito habita un pequeñísimo asteroide, que comparte con una flor caprichosa y tres volcanes. Pero tiene “problemas” con la flor y empieza a experimentar la soledad. Hasta que decide abandonar el planeta en busca de un amigo. Buscando esa amistad recorre varios planetas, habitados sucesivamente por un rey, un vanidoso, un borracho, un hombre de negocios, un farolero, un geógrafo… El concepto de “seriedad” que tienen estas “personas mayores” le deja perplejo y confuso. Prosiguiendo su búsqueda llega al planeta Tierra, pero, en su enorme extensión y vaciedad, siente más que nunca la soledad…
El principito es ese libro que muchos padres hacen leer a sus hijos. Y así fue en mi caso: tenía siete años y mi padre se empeñó en comprármelo en la librería. Lo intenté leer unas veinticinco veces hasta que logré conectar con la historia. Y eso fue hace ¿dos años? Veía la portada y el título tan tremendamente infantiles que me hacían no quererme acercar a la lectura. Pero un día todo llega, y desde entonces ya me he releído este librito unas cuatro veces.
Creo que el comienzo de esta historia es una de las más épicas y una de las más ingeniosas que pueden encontrarse en la literatura moderna. ¿No conocéis la boa abierta y la boa cerrada? Creo que es el ejemplo perfecto que muestra la hipocresía de la adultez y, aún más, la ingenuidad y plasticidad de los más pequeños. Os pongo en situación: en la primera página, el narrador véase el aviador, nos dice que a los 6 años los mayores lo desalentaron tanto respecto a su técnica de dibujo, que lo abandonó para los restos.
« Boa cerrada y boa abierta. Un sombrero o un sombrero con elefante. La edad adulta nos priva de la imaginación, solo tenemos ojos para el dinero y lo material; la creatividad, los sueños se dejan de lado para vivir de un modo acorde a lo que ordena el imperio capitalista. » Sabias palabras de esta bloguera.^ ^
« Si decís a las personas grandes: “He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el techo…”, no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: “he visto una casa de cien mil francos”. Entonces exclaman: “¡Qué hermosa es!”. »
Es obvio que tenemos una visión ligeramente, pero, lamentablemente, la verdad no es tan diferente.
La Tierra no es un planeta cualquiera. Se cuentan allí ciento once reyes (sin olvidar, sin duda, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de ebrios, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas grandes. […] antes de la invención de la electricidad se debía mantener en el conjunto de seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos faroleros.
El final…Bueno, esta obra es una de las más bonitas y más metafóricas que he leído, y el cierre no es ninguna excepción. Dijo Saint-Exupéry que él quería representar la libertad, que quería que todos volásemos con el principito (incluso más allá de esa crítica al mundo adulto), razón por la que el libro fuera prohibido en distintos países. Pues el final es el culmen de la libertad, a mi modo de ver.
Sí, sin concesiones. Es un libro que ha de leerse al menos una vez en la vida. Ponerse en el lugar de un niño y reflexionar como tal, sin prejuicios. Además, el propio principito despide una ternura inconmensurable, y su viaje a lo largo y ancho del firmamento es instructivo y entrañable a partes iguales.
Recuerdo que tuve una maestra en el colegio (años ha), que nos dijo una vez que El Principito era uno de esos libros que ganan con los años, y no puedo estar más de acuerdo. Además, ella nos dijo que, si teníamos la oportunidad, leyésemos Le Petit Prince en versión original, en francés. Yo lo hice el año pasado y creo que eso ha contribuido a que mi amor por este libro vaya en aumento. Y, de hecho, estoy escribiendo esta reseña con los dos libros en la mano.
¡Buenas tardes! ¿Cómo lleváis este mes de diciembre? Yo aún no me lo creo, parece que fue ayer cuando comenzó el 2014 y pronto nos va a tocar comernos las uvas de nuevo. Pero qué le vamos a hacer. No sabía muy bien que traeros, así que he decidido preparar la reseña de una obra que me tuve que leer obligatoriamente (malditas lecturas trimestrales) y que no sabría muy bien como calificar. Una del Realismo, por favor.
Situados en Entralgo, una aldea de Laviana (Asturias), hacia finales del siglo XIX, el autor narra las andanzas de Nolo, Demetria, Jacinto, Flora y demás habitantes de ese pueblo y otros colindantes, entremezclándolas con las constantes peleas entre “aldeas enemigas” y con la industrialización de la comarca. Este, el verdadero tema de la obra, posiciona a Valdés como defensor acérrimo de la vida rural, catalogando a los mineros como demonios y destructores del medio.
Esta no es una obra que hubiese elegido como lectura, porque no me atrae en absoluto el tema ni la localización de la trama, pero el deber es el deber, y nada se puede hacer contra un libro de lectura obligatoria. Para entrar en materia, comenzaremos por el estilo narrativo. Palacio Valdés escribió obras que ahora enmarcamos en el movimiento denominado Realismo, quizás tintado de Naturalismo en algunos de sus escritos. ¿A qué llamamos Realismo? Estamos hablando de una corriente estética que trataba de narrar con objetividad y despersonalización los hechos, después de haberse documentado mucho al respecto. El autor, natural de Entralgo (dónde se sitúa la acción), realiza una perfecta descripción de ambientes, porque le eran totalmente familiares.
Así mismo, se narra con bastante objetividad, pese a la marcada tendencia tradicionalista del autor en esta época de su vida. Bien, sabiendo esto, podemos colocar medianamente la novela en su lugar, para pasar a la historia en sí. Nos colocamos en la aldea de Entralgo, en el actual concejo de Laviana. Es, como bien ora el título de la obra, una aldea perdida, bastante alejada de la capital y que se comunica con otros lugares similares por caminos complicados. Sus moradores viven de la agricultura y de la ganadería, se alimentan de boroña (una especie de pan que sirvió de alimento a las familias del campo de Asturias hasta hace bien poco, y que en ocasiones especiales se podía rellenar de chorizo y otros embutidos), leche, agua y alguna verdura, tienen una existencia apacible, con reyertas entre los jóvenes que no llegan a más, y crían un buen puñado de hijos.
Nosotros conocemos a Nolo, Jacinto, Flora y Demetria principalmente, que van a ser los protagonistas y los más desdichados también. Todos trabajan en el campo los dos primeros son primos y ella buenas amigas que comparten una infancia falsa (por llamarla de alguna manera), ya que descubren que sus padres no eran quienes decían ser (Demetria) y qué había conocido a su padre toda la vida y no sabía que era él (Flora). Nolo es un joven de poco más de 20 años que vive en una braña (lo que vendría siendo una población diminuta, en una zona medio alta de una montaña, donde se tiene buen pasto para el ganado todo el año), esbelto, fornido (como se diría aquí en Asturias, de muy buen ver), que no gusta de entrar en trifulcas. Jacinto no se nos presenta con tanta profundidad en la obra, pero es también un chaval galante, al que Flora trae de cabeza, que, aunque parece estar siempre un poco por detrás de su primo, es buena persona y muy querido. Demetria es una muchacha regordeta, agraciada, que vive con su el tío Goro y la tía Felicia, que aunque se nos presenten como sus padres, en realidad no lo son. Es muy reservada y prudente, pero muy apreciada en el pueblo. Flora es como una especie de torbellino, siempre sonriente, alegre, y juguetona. Está enamorada de Jacinto, pero le gusta molestarlo y lo trae por la calle de la amargura. Es sabido que el trabajo en el campo es duro y conlleva mucho esfuerzo y dedicación, pero Palacio Valdés introduce un elemento que le da vidilla a la obra, y es la industrialización del lugar, que el muestra como si fuera la apocalipsis.
A medida que avanzamos, vemos reflejada en la figura de los mineros, un aura de maldad, vicio y desapego familiar, que choca totalmente con el espíritu de los aldeanos. Es como si esta situación fuera a trastornar por completo el valle y a convertirlo en un infierno terrenal. Este estereotipo alcanza su culmen en Plutón y Joyana, los dos mineros en los que Valdés se toma la molestia de reencarnar al diablo. Nos los pinta como malvados, muy viciosos, impulsivos y muy peligrosos. Se dice que han estado varias veces en prisión, y portan armas (tanto blancas como de fuego, lo que revoluciona la típica manera de enfrentamiento entre aldeanos, siempre con palos y piedras). Entre tanto, vemos las penurias de Demetria a quien viene a buscar su madre biológica (una señora de postín) para llevarse a Oviedo y educarla como la heredera del patrimonio que le pertenecerá; la inusitada alegría de Flora al descubrir que el capitán (el hombre más rico del pueblo) es su padre; la desazón de Nolo al verse separado de su amada, y el avance de la construcción del ferrocarril minero. Lo más reseñable es el regreso de Demetria a la aldea, tras escaparse de su verdadera madre para volver con su familia, un incidente entre ella y Plutón que por poco le cuesta la vida, y un doble casamiento (Nolo-Demetria, Jacinto-Flora), que terminará fatalmente con la muerte de un miembro de cada pareja.
Básicamente, esta es la obra. Es muy pesada de leer, porque tiene muchas descripciones y muy exactas, tanto de espacios, de ropas, de costumbres, etc., y cuesta quedarse atrapado entre las páginas porque es un tema que ahora vemos simplemente como histórico, algo que tenía que suceder, y al que no le damos demasiada importancia. Como ya he dicho, no es complicado de leer, porque tampoco es para “pillar” mensajes entre líneas, ni mucho menos. Lo que puede presentar alguna complicación son las intervenciones de un vecino, enamorado de la Grecia Antigua, que se dedica a hablar a todas horas de los dioses del Olimpo y a equiparar la situación actual con algún mito; o quizás, ya no el ambiente, sino todo las alusiones a lo asturiano, que para mí es más o menos natural, y para otros puede resultar algo más extraño (aunque he de decir que el autor “castellaniza” muchas expresiones y acciones típicas, incluso excesivamente, empleando términos de la zona de Castilla, en diálogos del día a día).
En definitiva, no sabría decir si me ha gustado o no, porque no es algo que haya leído por placer. Reflexionando sobre puntos a favor y puntos en contra, supongo que a mi modo de ver, estaría bastante equiparado. No es una lectura que recomendaría al libre albedrío porque no creo que todo el mundo sea capaz de “amarla”, y, simplemente, porque yo no la volvería a leer. La apruebo, pero principalmente porque la narrativa está bien, y me ha hecho ilusión conocer un poco del pasado de la región, pero nada extraordinario.